No sé quién es ni sé bien donde
vive, pero diría en el piso de enfrente, arriba. Mi vecina.
Cuántas veces me la habré cruzado por
la calle, saliendo ella de su portal y entrando yo al mío, volviendo
a casa cargada de bolsos del super, cuantas veces la habré mirado
pasar, indiferente, sin saber yo que era ella. Mi vecina.
Mi vecina que es uno de mis ídolos. Mi
vecina que no tiene un rostro.
Conozco solo su voz, o mejor dicho sus
gemidos de placer.
Mi vecina aulla cual loba gris de las
tundras de Alaska cuando hace el amor.
Empieza despacio, suave, dulce. Más
bien como un niño lloriqueando, como un gatito recién nacido. De a
poco la intensidad crece, su voz se hace más profunda, el ritmo de
sus suspiros más rápido. Hasta reventar en un grito de placer
animal, que se queda suspendido en el vacío de la noche por unos
segundos, antes de placarse, y dejarse caer a la calma. A la paz.
(Que dura unos pocos minutos nomás).
Yo sufro de insomnio.
Sufro de insomnio porque mi cabeza
enferma me domina y no me deja descansar. Sufro de insomnio en las
cuatro temporadas del año. En verano también, y en verano sufro de
insomnio y además tengo las ventanas abiertas.
Entonces es cuando escucho la voz de mi
vecina que hace el amor. Su voz llega a buscarme como el canto de una
sirena, y yo al otro lado de la calle, en mi barquito solitario
amarrada a la noche húmeda, que no puedo dormir y me imagino lo
fuerte que podría llegar a ser si tuviera los ovarios de asomarme y
preguntarle “Oye, ¿puedo ir yo también?”
Me gusta mi vecina, me cae bien. En una
callejita del Bronx (ejem, Born) en la que lo más normal es tener
que soportar a una familia de catetos que le dan a la trompeta de
estadio cada vez que el Barça juega un partido, aunque sea amistoso,
o a post-adolescentes franceses de vacaciones que se montan raves locas en
un piso de 25 metros cuadrados, la voz de una mujer que goza del sexo
sin vergüenza ni miedo me parece un milagro, un homenaje a la vida de lo más
alegre que se pueda escuchar.
Anoche, durante la performance sexual
número dos escuché como mi vecina y su muda pareja (nunca se le oye
a él. ¿A él? ¿A ella? ¿Habrá alguien más o estamos asistiendo
a un caso de autoerotismo muy bien logrado?) salieron a la
ventana. Imposible describir lo que me costó quedarme inmóvil y no
salir a mi vez, para ver por fin la cara y el cuerpo que tanta
admiración me suscita. Pero defendí su privacidad (si es que a una
pareja que se asoma a follar por la ventana le importa algo de la
privacidad) y me quedé ahí donde estaba. Pensando.
Pensando en que muy raramente coincido
con mi vecina en mis encuentros sexuales. Qué pena, porque - es
verdad, yo no soy tan, digamos, expresiva en manifestar mi placer,
pero me haría gracia instaurar una competición una vez, a ver a
quién grita más. A ver si logramos despertar a todo el barrio. Al
final nos asomaríamos las dos por nuestras respectivas ventanas y
nos chocaríamos un cinco, como hacían los tíos guays en las series
televisivas yankees de los años ochenta.
Y a la vez que yo pensaba en esto y me
reía al imaginarlo, oí desde diferentes puntos de la calle dos o tres voces de
mujeres rabiando, sssshhhh, cállate ya, joder, ¡muerde la
almohada!, y me las figuré,
mujeres frustradas, agrias, secas, aburridas, sin sentido del humor,
mujeres malfolladas (y se me escapó una sonrisa en fijarme que una
de aquellas voces llegaba del piso de los vecinos de la trompeta de
estadio) mujeres llenas de envidia, que duermen en bata y sin
depilar, mientras sus maridos se giran del otro lado de la cama para
disimular la erección que la voz de la sirena gozadora les ha
provocado.
Y
entre medio de estas voces repelentes, yo también me giré del otro
lado de la cama y solté mi mensaje secreto y callado para mi vecina:
AUPA sirena del sexo, adelante: ¡disfruta! ¡Qué la vida son dos
días!