sabato 16 maggio 2009

Copacabana, Isla del Sol

Cuantas escenas perfectas, cuanta belleza, qué colores. Cuantas imágenes magistrales se han escapado a la prisonía eterna de una fotografía. Como podré explicar sólo con palabras cosas que necesitan ser vistas para que lleguen a transmitir todo su potencial emocional.

Sin embargo, mis ojos están llenos. Mis recuerdos están formados por secuencias de encuadres, mi memoria es un carrete de fotos.

La mañana que dejé La Paz el micro tardó aproximadamente una hora y media en salir de la ciudad, pasando la mayoría del tiempo parado (bocina pitando) entre los otros carros que provenían de todas la direcciones y hacia todos los sentidos.

Alrededor, sentadas en la misma calle, las Cholas, en su postación desde muy temprano vendían flores frescas para llevar a la iglesia: era domingo.

Pocos kilómetros fuera, y ya es otro mundo. Debajo de las patas de las llamas, de las vacas huesudas y de las ovejas de cara negra, hay pastos verdes o campos cultivados o cerros de tierra roja desnuda: el paisaje es una manta de terciopelo cocida con pedazos de tejido de diferentes colores. Y lo que hay ahí arriba, ese cielo, es lo que más me impactó de Bolivia, posiblemente de todo mi viaje -estoy conciente de que siempre escribo sobre él, a veces intento evitarlo para no repetirme, y al final no lo consigo.

Me duermo en el micro, como me pasa siempre -he logrado una capacidad de adaptación que me permite dormir cuando pueda y donde sea, sentada en cualquier tipo de asiento, hasta podría dormirme de pié- y al despertarme ahí está, fuera de la ventanilla, el Titicaca: una superficie lisa, plana, enorme, como de cristal.

Aunque la verdad, al acercarse a la orilla, el lago pierde todo su encanto espiritual y se ve sucio y maltratado, y huele mal.

Copacabana es mucho más turístico de lo que me imaginaba: un pueblo de restaurantes con calefacción y aire acondicionado (en Bolivia?!?!?), hoteles y tiendas de "artesanías", pero tiene su encanto. Igualmente, no me arrepiento de haberme quedado solo una noche para después embarcarme para la Isla del Sol. Mágica.

Estoy viajando con Lorella, una chica italiana que conocí en las ruinas de Tiwanaku, La Paz.
Nuestra lancha no ha amarrado aún que aparece lo que será nuestro guía de aquella mañana: un flaquito de nueve años, listo, bonito, de tez oscura, que además de ser buen niño e ir a la escuela va a buscar a los turistas que llegan a diario a la isla para acompañarlos a los alojamientos. Lo seguimos por la interminable escalera del Inca, sin respiro a estas alturas -y suerte que sólo traemos la mochila pequeña- pidiéndole un momento de descanso cada pocos minutos, descanso que él nos concede sin problemas, aunque sin esconder la sonrisa irónica. Nos da una ramita de maña, buena para el mal de altura y los problemas de digestión, nos explica qué es esto y aquel edificio, nos enseña un par de alojamientos y negocia el precio con la dueña, en fin, se gana su propina y hasta la oferta de un desayuno -que rechaza, quizás para bajar de vuelta a esperar más turistas.

Nunca olvidaré el desayuno de aquella mañana, tomando café con leche, zumo de naranja natural y pan casero aún caliente con marmelada de frutilla, desparramadas debajo del solete calentito en la "terraza" de un "bar" justo en la cima de la montaña, delante del lago infinito, observando las formas redondas y sensuales de la isla alrededor de nosotras, sus colores, sus cabras, sus chanchos. Lorella y yo nos prometimos mutuamente recordarnos de estos instantes todas aquellas veces que se nos escape el verdadero valor de la vida, cuando desperdiciamos nuestro tiempo preciado y nos dedicamos a pasarlo mal por causa del trabajo, del dinero o de otros temas tan idiotas y tan inútiles como estos.

Recorrer la isla de una punta a la otra -ida y vuelta- nos costó tiempo, piernas y pulmones, pero de verdad puedo afirmar que muy pocas veces como aquel día me sentí tan libre, fuerte, feliz.

Y fue solo el principio.
Estos días que fueron la perfecta clausura de mi camino, desde Copacabana a Puno, al Cusco, a Santa María, Santa Teresa, Aguas Calientes y Machu Picchu me regalaron tanta espiritualidad, un contacto con la naturaleza tan profundo, fueron un desafío tal para mi cuerpo y mi cabeza, me enseñaron tantas cosas sobre mi misma, que aunque mi viaje hubiera durado sólo estas pocas semanas, habría valido absolutamente la pena.

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