giovedì 15 gennaio 2009

Paraty es una hermosa ciudad, tan recogida y pequeña que parece ser un pueblo.

Con casas blancas de estilo colonial portugués y de suelo empedrado, tan empedrado que al principio me costaba caminar. Luego me acostumbré y andaba como bailando por las ruas del pueblo, en mi paseo diario por los puestos de artesanía, a lo largo del río, hacia la plaza de los hippies y finalmente por la noche, a la Praza de la Matriz, lugar de encuentro de la vida paratiense, donde tomé las mejores caipifrutas de mi vida, en el quiosco de Renato.

El pueblo tiene una discreta oferta cultural y artística, mucha, pero mucha fiesta para todos los gustos, y en el mismo tiempo la tranquilidad necesaria para descansar, relajarse, olvidarse del mundo alrededor sin tener miedo de que te atraquen por la calle.
Y por supuesto, se asoma a una baía con cientos de playas y unas sesenta islas más o menos grandes, más o menos exploradas. Un paraíso. Lindo, lindo, lindo.

No obstante, lo que más me ha costado dejar atrás no es el paisaje, sino la buena onda que se respira. Después de estar ahí una semana ya me sentía una del pueblo, ya conocía y saludaba por la calle a la gran mayoría de la gente que vive ahí. Y me voy a llevar algo de cada uno de ellos.


Paulinho, hombre de pocas palabras pero de la sonrisa abierta, gran cocinero, dueño del homónimo restaurante donde Seth y yo comimos una picanha que estaba de muerte.
En el mismo lugar trabaja un geólogo bahiano cuyo nombre es demasiado dificil para recordar, pero cuya conversación es imposible de olvidar. Un personaje extremadamente interesante, que por su trabajo vivió en cada esquina del planeta y ahora que está jubilado, para entretenerse con algo ayuda a su amigo sirviendo las mesas.

Junior, camarero de la pizzeria italiana, 25 años y dos hijos, que me contó que de joven (y ahora que es, me pregunto yo) era una cabeza loca y que sus hijos le salvaron la vida.
Miguel, mi tatuador, que detrás de sus ojos negros de duro esconde una timidez que te derrite, y su amigo Andrés, chileno, buenísimo artista de pintura en spray.
Y los hippies de la plaza: Pedro, el gigante bueno, típico ejemplo de hombre brasileño: alto, grande, negro, de rastas, guapo y sonriente.
Elvis (ya, a veces los padres brasileños se pasan con los nombres) de São Paulo, sexy y malicioso, maluco, juguetero, no sé cuantas cervezas hemos compartido. Yo siempre prefería la Skol, él la Itaipava.
Luciano y su pequeña beba de pocos meses, tumbada en un pareo de colores en el suelo.
Hugo, carioca, el hippie-burgués que de chico vivía en la calle y ahora tiene una casita cerca del mar.
El Cabeludo y su perra Loba, con pulseras de macramé en las patas y tereré en el pelo.
Gito, de Bogotá, piel olivastra y ojos verdes, increiblemente guapo, misterioso y fascinante como la selva colombiana. Un día, en broma, estuvimos pensando en lo hermoso que tendría que salir un hijo nuestro, y dentro de mi (solo por un momento) pensé: dale, y porqué no?
Fabio, que me quería enseñar lo bonito que es Camburi, pero yo ya me tenía que ir.

No hay chicas en esta lista, y la verdad es que no he conseguido hacer amistad con ninguna chica local. En este aspecto, aún no he entrado muy bien en la cultura brasileña. La sensación que me dio es que las mujeres están desconfiadas, o no están interesadas en tener otra amiga mujer, más allá de su entorno establecido y cerrado. En dos meses y medio de camino he encontrado a amigas de cualquier parte del mundo: Chile, Bolivia, Argentina, Uruguay, España, Inglaterra, Francia, Irlanda, Croacia, Suiza, Alemania, Russia, Estonia, Noruega, Estados Unidos, Canada... y la única mujer brasileña con quien tuve buen feeling fue Andrea, personaje espectacular, que conocí cuando aún estaba viajando con Luz.

Será pura casualidad que estuviera felizmente casada?

2 commenti:

Anonimo ha detto...

mizzega po... mi ci vuole un traduttore... Dora

dora ha detto...

ho tradotto il testo con google translate... ah ah ah capivo meglio in spagnolo...
dove sei diretta?

Posta un commento